05 marzo 2005

Sin artificios

Obra de Pablo Picasso


Que la palabra democracia se ha convertido en cierta manera en una palabra vacía, en un fetiche que más que nunca se está utilizado para definir hechos y situaciones que le desdicen; una marca con la que tratan de caracterizar a lo general que ocurre en el mundo, es claro. Y da la impresión de que a tal aspiración se la ha convertido en el espantajo de lo que históricamente significa. El concepto democracia que hoy conocemos y más allá de lo que tal principio fue en la Grecia de la antigüedad que le vio nacer, se ha construido tras infinidad de luchas por la liberación nacional, económica y colonial y por la igualdad ciudadana. Y el vaciamiento lo muestra infinidad de aspectos de la vida más ordinaria y con mayor brutalidad ese paradigma de la mentira y la rapiña en que han convertido a Irak, conflicto donde nada mejora de lo que decían los agresores iban a conseguir. Donde todo empeora y confirma las razones por las que nos oponemos a la guerra, a una odiosa guerra de la que se afirma se hace en nombre ¡cómo no! de la democracia, siendo la realidad lo contrario de lo que con ese sistema de gobierno y vida se aspira obtener: la paz, el progreso, la libertad, la seguridad, la igualdad, la justicia, el humanismo, la cultura, la verdad.

Y es la realidad antítesis de lo que se pretende vender como democracia, esa especie de loción facial y concesión graciable y paternalista con la que los poderosos se regodean y no para mostrar más belleza y hacer justicia sino para que les dé patente de corzo a sus maquinaciones y mentiras. Por ello es necesario recordar que la democracia se convierte en histórica demanda tras de titánicas luchas de la clase obrera que mueven a otros sectores sociales en su exigencia; clase obrera que al convertirse en sujeto histórico, en actor histórico de cambio, va imponiendo programas, demandas y conquistas que incorporan cambios en las estructuras de poder, en los medios y formas de producción y en las expresiones culturales que le representan desde lo que se va configurando y acentuando en el mundo la lucha por la conquista de la democracia. Contra esto, los poderosos pretenden que es suyo ese patrimonio y que es consecuencia de su existencia como clase y de su “necesario” estatus social y económica preeminencia. Y debemos recordar que a esa pretensión y ninguneo se le ha descrito como “el fin de la historia”.

Y hay que rememorar en el recorrido y esfuerzo por lo democrático a la Revolución Francesa, a la Ilustración como la manifestación cultural más expresiva de las luchas contra el régimen feudal y contra el papel institucional de la Iglesia, de lo que se desprende, valga esta acotación a nuestro debate político nacional actual, que en las constituciones de progreso hasta nuestros días aparezca la cláusula de separación de Iglesia y Estado, es decir, el mandato constitucional del laicismo y de la preeminencia de lo civil en el gobierno del estado. Y hay que recordar a la Comuna de París, experiencia desde la que la clase obrera se constituye como actor y motor histórico de progreso y cambio social; al Manifiesto Comunista que es el documento desde el que zarandea al mundo y que expresa su programa de aquel momento y transforma en fundacional para tanta historia posterior. Al establecimiento de la I Internacional, y su corolario en otras, con la creación y desarrollo de los partidos obreros y progresistas: socialistas, socialdemócratas, comunistas. Y hay que volver sobre la Revolución Rusa de 1917 y su decisiva influencia para el devenir de la historia política, cultural y humana del Siglo XX; revolución que con la francesa define modelos sociales e históricos alternativos a lo existente o existido. A la creación de las Naciones Unidas y el denominado derecho internacional tras de la II Guerra Mundial contra la capacidad de destrucción planetaria y forma de asumir ciertas pautas de conducta para todos y gravísimamente puestas hoy en cuestión o sencillamente obviadas.

Y es notorio que la lucha por la conquista de la democracia ha costado un inmenso patrimonio de sufrimiento y de vidas, y que lo ha sido por la resistencia a sangre y fuego de los poderosos a que se les recorte sus prebendas, siendo así para aquí como para la globalidad de los movimientos de liberación y civilidad en toda la tierra; lucha que no ha terminado y que lo será larga por más que nuestra exigencia y de la necesidad de que la democracia lo sea plena.

Por contra al proceso histórico, vienen y pretenden que nos regalan la democracia cual nuevo maná que se sacan de la manga y que, contrariamente al de la Biblia, que lo fue para salvar vidas, es deudo y se le anega en la muerte, en la sangre del pueblo sobre el que se ejercita. Cómo es posible ello. Cómo siguen diciendo que es justo eso y que hay que imponerlo con la guerra y la rapiña; cual en Irak que desde la agresión inicial no cesa y que han costado centenas de miles de vidas y sobre lo que se hacen todos los apaños de propaganda y de distorsión de la realidad para tratar de presentar digerible lo que de continuo atraganta; ese Irak que era un país cohesionado y laico, dentro de los parámetros de su contexto territorial y cultural, y que hoy es un país desagregado y en manos de la ocupación y la polarización de la lucha de clanes y de etnias: chiís, sunís, kurdos. Es decir, la ocupación, la “coalición” trabaja por la división territorial y por la potenciación de la ortodoxia y el dogmatismo religioso como forma de vencer a la globalidad y quedarse con sus riquezas. El petróleo, no lo olvidemos, un petróleo que, qué curioso, cuesta cada vez más caro. Y de ello uno se pregunta sobre el dónde está el libre mercado, la ley de la oferta y la demanda de la que alardean. Y están haciendo que la ortodoxia religiosa vuelva a ser la expresión política y el referente de pertenencia contra la ciudadanía que antaño les confería su país y estado, alentando una interrumpida guerra que se expresa en la ocupación imperial y la lucha contra ella de la insurgencia que se exterioriza como más guerra y con formas y resultados cada vez más terribles y despiadados. Y no podemos dejar de preguntarnos sobre qué democracia es esa que lo que ofrece a cambio de la simulación es la tragedia, es la sangría humana y la destrucción en la pretensión de imponerse y artificiarse en el tiempo. Es esto lo que define a la democracia.

Y hay que preguntarse por qué son hoy tan generosos los poderosos, por qué nos pretenden regalar aquí o allá la democracia si la combaten con tanta tenacidad desde los hechos más elementales a las situaciones más complejas. Cuando se oponen con el ahínco que sabemos a la más mínima reivindicación de mejora laboral o económica y, por el contrario, tienen tan pocos reparos en apropiarse de cantidades astronómicas en las empresas que regentan. Sabemos que hay capitostes en el banquillo por haberse quedado privativamente con muchísimo más de lo que costaría mejorar la situación de la generalidad de las prestaciones y las ayudas a sectores sociales en penuria, contra lo que tan denodadamente se oponen con el recurrente artificio de la racionalidad económica. Ocurre así también, y por ejemplo, sobre lo de tener o poseer armas cuando unos si las tienen sin límites y otros no y se les amenaza o castiga por desearlas; por qué es así, por qué no destruirlas todas. No en verdad será esa la verdadera democracia, cuando se termine con el chantaje de la muerte que mantienen unos contra todos. Pero está ocurriendo todos los días esta hipocresía y barbarie desde países que se llaman a sí mismos demócratas. Es verdad la democracia que pregonan.

Ante todo esto la pregunta de qué democracia, para qué la democracia, no es vana y sigue requiriendo plena respuesta, de lo que entiendo que lo artificioso no debe impedir ver la realidad de que sigue siendo una imperiosa necesidad y que su demanda sigue siendo revolucionaria. Que el ¡no! a la guerra es una de las palancas para conseguirla y no sólo por la compasión a la vida que se asesina, sino para que no sea posible que ello ocurra.