08 julio 2003

El río que suena

Obra de Mayte Vieta

Uno tiene la convicción, con tantos similares casos producidos, de que nunca se aprende realmente nada. De que el hombre es el único borrico que tropieza dos veces en el mismo sitio. Que la sabiduría, tan valorada y expresiva en los clásicos y otras épocas, hoy ni la atisbamos o, si sí, la situamos en la pura futilidad, como algo si no nocivo sí incordiante.

La general aceptación acrítica o la simplicidad de valoración de los hechos y la historia en la que nos encontramos como sociedad, lleva a dogmatizar e incluso, a venerar lo insustancial, la pura cáscara y banalidad contra los contenidos de las cosas y sus consecuencias políticas e históricas para el ciudadano y la cultura. Constantemente debemos, además de lamentarnos a tras de tiempo, actuar en peor situación en la batalla a favor de la razón, de la verdad y la ética como compartimento y espacio vivencial. Debemos estar enseñando a los nuevos lo que el pueblo, aun viejo, tan fácil olvida, como el poeta en Nueva York, le decía al niño Stanton.

Y dice, el viejo adagio español, aquello de “dime a quien se beneficia y te diré quien lo ha organizado”. Y viene esta acotación al caso del llamado “caso Madrid”. Es decir, al escándalo producido a partir del acto de la constitución de la Asamblea Autonómica de Madrid, donde dos elementos electos en las listas del PSOE abandonan a este partido e impiden sea elegido el candidato de la mayoría electoral recién nacida, favoreciendo con ello al PP y sus intereses; a los intereses de la especulación urbanística que es, en estos momentos, el más formidable instrumento de depredación económica en España.

Lo grave, lo escandaloso, lo injustificable desde el punto de vista de los actores políticos en este caso, como en otros tantos producidos durante el tiempo de lo llamado democracia en España, no es que alguien pueda en un momento determinado, noblemente, por derecho, cambiar de opinión, o que manteniendo su opinión contra el cambio de la misma por los otros sobre los asuntos sustanciales de lo que les atañó y, ello, haga imposible la correspondencia que les había llevado a estar en relación. Esa es la sustancia del conocimiento, de la democracia y de la correspondencia entre prójimos. El cambio en esa situación es legítimo, es el principio básico del raciocinio y de las capacidades de representación que se aceptan y asumen para el gobierno vivo de algo.

Ahora bien, esto es una cosa y otra la conspiración para estar y modelar el resultado de la acción pública y política al estricto interés del corruptor o corruptores del proceso contra el interés comunitario y de los que han dado la representación. Y aquí, en este punto es bueno volver a denunciar que la pasividad ante el proceso de mediatización de la política, que la gestión por la gestión y la indiferenciación de la acción de los partidos, que el dictado preponderante de lo económico sobre los valores votados y la representación política, es la más grave perversión y agresión a la propia democracia y su función de construcción social, de organización, movilización y de educación democrática que, como proceso constructor del gobierno de lo humano implica.

Así, los fáciles y equívocos clichés propagandísticos se convierten en dogmas absolutos y armas arrojadizas en manos de quienes más tiempo y dinero tienen para las insidias o menos han dado a la construcción de un tiempo histórico más racional y asegurador del bienestar de todos, de compartir lo mejor y, ello, se convierte en la prueba excelente de la fuerte enfermedad que tiene esta sociedad de las apariencias en que vivimos. Es el mejor ejemplo de la domesticación ideológica y social de esta sociedad por los poderes antidemocráticos, subterráneos y no sujetos a ningún control; poderes que no solamente ejercen sino que dominan nuestras vidas a su conveniencia y complacencia.

Por eso es importante denunciarlo y combatirlo, es importante buscar el necesario apoyo para los que comprendemos su acción y protestamos contra el conformismo intelectual y político y trabajamos por cimentar una nueva y mejor organización social y política en la que todos estemos sujetos a las mismas reglas de juego y posibilidades. Es esta la llamada de aquellos que “no podemos aceptar que la cólera de los sinvergüenzas y los imbéciles llene el mundo”, que ha dicho el maestro Lledó.

Desde la izquierda llevamos demasiado tiempo en el dilema de, o nos renovamos hacia lo de clase social y los valores de avance humanístico o, a través de la pasividad y la sumisa aceptación del estado de cosas actual, seguimos en el camino de nuestra destrucción como partidos, como proyecto histórico y político de transformación.
Ser o no ser, he ahí la cuestión, como siempre a responder.